(Foto AP/David von Blohn) |
México no se parece a
ninguno, es único. Tiene tus caballos y tus guitarras si por ahí andan
sacándose los corazones. Se bautizó desde hace mucho con lluvia franciscana y
en pago rindió sus ídolos de oro.
En un día quieto hasta
para los pájaros, cuando el silencio se ha tragado hasta los autos, se escucha
todavía algún pregonero en la calle, contándole a gritos al oriente, de la
mercancía que lleva vendiendo.
Aquí es México, con sus 4
puntos cardinales trazados sobre códices de amate, que apuntan hacia las direcciones
del universo; cuatro juntados para formar en el centro el cinco, que nombra al portal de lo divino, que lleva para arriba o
para abajo, adonde ya no pasan los hombres mientras recorren el plano terrenal.
Las cruces que ya estaban, la Cruz que acudió.
En esta tierra amable se
sabe que la pobreza sirve, es de utilidad, pues enseña a jugar a los niños a
ser mayores, se sabe que la riqueza es sólo delirio, carcajada, y el poder
locura pasajera. Cada año nuestros muertos nos lo recuerdan, en la fiesta de
los vivos para los muertos, que por un día viven, comen y beben, y portando crucifijos
vienen fieles a ahuyentar el mal.
Es durante noviembre, a
principios, cuando todavía caen algunas lluvias, las últimas, que riegan los
camposantos, cuando las ciudades recuerdan su fama palaciega y se ponen a
asustar a la gente con leyendas barrocas, y aunque en los pueblos también espantan, pues tienen a sus ánimas
propias, preferimos vestir atuendos de adulto y con rostro sobrio ofrecemos a
nuestros muertos altares de flores de cempasúchil, amarillas como la luz, redondas
como soles, que iluminen los caminos a los fieles difuntos, guiándoles hacia la
salida del purgatorio.
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